Miro la escena: en calzones agarrás la silla gris (es tan linda desnuda) y la sacás de la cocina con cuidado para no golpear la mampara de acrílico que separa el ambiente del comedor. La silla es vieja y de hierro, vos la levantás y la ponés en el décimo balcón del edificio. La noche es oscura y no vamos a tener ningún problema. Volvés hasta el lugar desde donde te miro hacer todo. Hay que tener cuidado y hacer cada cosa en silencio. Me agarrás de la mano y me llevás hasta allá, esquivando la cama que pusimos en el medio del paso, a un costado del comedor, contra la pared que da a la única habitación del departamento.
Me sentás en la silla. Me saco el pantalón. Corro la bombacha. Roja la bombacha. Toco con mi mano lo que ya está listo (no quiero parar de besarte). Subís tu pierna y tomás aire, como preparándote para un maratón. Te acomodás ahí encima de mi falda, de frente mío, yo adentro tuyo. Vos hacés todo. Mirás para arriba, chuecás el labio, cerrás los ojos, subís y bajás. Yo hago todo. Te agarro fuerte las caderas, me vuelvo loco, te beso el cuerpo, acaricio los pezones, te miro la boca. Los dos hacemos todo. Estamos jadeando, moviendo la silla, haciendo ruido, despertando a los vecinos, descuidando la buena imagen, disfrutando cada centímetro. Vos llegás y yo después. O al revés.
Miro la escena: Anaclara está desnuda. Levanta la silla que había quedado en el balcón y la lleva hasta la cocina, con cuidado de no dañar la mampara. Nadie ni nada interrumpió el tiempo en que me sacó al balcón. Anaclara no se pasea desnuda por la casa, no le gusta. Ella es más hermosa sin ropa. Ahora que la miro quiero recordar cada detalle: su cicatriz, sus bellos, la forma en que se tapa, sus piernas cortas corriendo al baño, la vergüenza que le da que yo la mire desvestida.
Anaclara me hizo un conjuro que no quiero develar. Lo hizo un día antes de despedirse de mí, antes de llamarse Anaclara y todo, por la noche y al frente de otra gente. En aquel momento todavía ostentaba ser desubicada y eso -ella lo sabe- me enamora. Lo cierto es que nunca pude olvidarme del conjuro, que después se volvió verdad, no sé si por realidad que es o por el tono de voz, o el convencimiento con que lo dijo.
Anaclara me agarra de nuevo de la mano y me va a pedir que la haga dormir en el pecho, todo lo más que mi pecho aguante. Se va a dejar un camisón viejo, rosado y yo le voy a pedir que no se ponga la bombacha. Pero ella, que sabe cómo dejar a los hombres con la medida justa para que nunca dejen de pedir cosas, se va a dejar la bombacha roja.
jueves, 21 de abril de 2011
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