lunes, 25 de abril de 2011

Mis juegos y tus conjuros

Un día que fue más que una simple siesta, entraste a la habitación que tenía por aquel momento: un cuarto de tres por tres, una cama de dos plazas, una mesa de luz de mimbre a cada lado de la cama, un placar empotrado en la pared, y no recuerdo si también una ventana en el costado izquierdo del dormitorio. El piso de mosaicos. Una habitación agradable, para nada ostentosa.

Afuera quedó aquel milagro de Martina, que era como el seguro de virginidad absoluta, o la paciencia cuando de amor se tratara. Martina hacía mucho que -según sus palabras- no amaba.

Te dije 'entrá' y vos pasaste temblando. Antes que llegaras, Martina, ya había puesto música. Elegí de una lista: Sabina, Estelares (me acuerdo de una versión del tema de los Virus, Pronta entrega, que me gustaba bailar en aquella época), Las Pastillas del Abuelo y un disco llamado No Olvides, de Baglieto-Vitale, que hoy sería algo así colmo del affaire que sueño entre Martina y yo (Julio). Te dije que entraras en la habitación. No te gustaba que me llamara Julio.

Exigiste que explicara la dinámica del juego, siempre tan precavida. Todavía te sonreías y los cachetes de la cara estaban de color rosado. Llevabas una pollera de picos, blanca, con la que pusiste en el altar a algún otro distraído, enamorado igual o más que yo -siempre más de la cuenta- de tus ojos y todo lo otro de tu cuerpo. Abajo de la pollera -me enteraría después de un rato- había una bombacha blanca, una vedetina que le dicen, o tal vez algo más tradicional, pero seguro que era blanca, porque pretendías que la pollera, ya de por sí algo translúcida al reflejo del sol, no mostrara lo de abajo. Apropósito de esto, vale contar que con el tiempo siempre te quejaste de lo mismo: Julio -me decías- cómo es eso de que antes te fijabas en mi ropa interior cuando no me daba cuenta- y ponías tu mejor cara de enojada. Pero era así, cada vez que podía espiaba debajo de tu falda, o miraba cuando quedabas delante de la luz de algún ventanal, para descubrir vaya a saber qué cosas en ese mundo que se había vuelto más que atractivo para mí.

El juego -te dije. Y pasé a contarte: Es fácil, Martina. Se trata de hacer en tiempo real lo que me da la gana cuando me escribís por celular. Primero me toca a mí y después llegará tu turno. Hay que conseguir -mientras el que espera tiene los ojos tapados- encontrar los puntos eróticos del otro, buscarlos con el cuerpo y lo que uno pueda. La única regla es no dejar desnudo al que tiene los ojos vendados. ¿Me explico, Martina?


Te reíste con una risa nerviosa que no volví a ver desde aquel día. Hay un tiempo para ese tipo de sonrisas y cuando se agota llega el tiempo de lo cotidiano. Un lugar para el esfuerzo, cuando al desgastarse al menos un grado los motores del amor, de la pasión, comienza el juego peligroso de jugar, que es algo más complejo que el que tuvimos Martina y yo (Julio) en aquella no tan simple siesta. Es la largada del trote de los que se aman para no dejar de amarse. Que vos dame aquello y tomá ésto, que dejá de hacer esa boludés y la cambies por esta otra, que acostumbrate porque así me siento cómodo. Una sarta de trivialidades -por demás evitables- a las que se ciñen los jugadores como si fueran las inquebrantables reglas del partido de amor. El juego no siempre termina bien, pero naturalmente empieza como el mejor desafío que puedas haber jugado jamás. Hay quienes sostienen que esta circunstancia repetida para muchos amantes es un anexo moral al verdadero juego; otros afirman con seguridad que es la costumbre útil al ordenamiento de las sociedades (las familias y la bendita herencia de los capitalistas); están los más extremistas, que sentencian la felicidad -cuando es de semejantes magnitudes- a un todo incompleto y sino no. A mi me gusta recordar aquel momento con Martina (hablo de lo que vino después del juego en el departamento de la calle Sucre) como una caja revuelta, con los mejores y los peores instantes -casi sin seleccionar ni acomodar-, donde era tan feliz como aburrido. El periodo que más disfruté de mí y de ella, en el que más aprendí a amar.

Antes de empezar a jugar, tu risa era nerviosa pero te acostaste decidida. Dejaste que yo vendara los ojos. Ahora, a la distancia, casi como extrañando cosas de las que desconozco el sentido, me pregunto qué habrán querido mirar, después que yo los tapara, tus ojos color almendra. Nunca te lo pregunté jamás y lamento tanto no haberlo hecho. Todavía te seguías llamando Martina y todo. Y yo Julio.

En la cama abrí tus piernas y subí tu pollera. Tenías una bombacha blanca que no dejaba escapar ni un borde de nada: ni de pelo, ni de vagina, ni de cualquier aroma. Nada. Así que me dispuse a arreglar eso con sumo cuidado.

A este recuerdo lo guardo como una fotografía intacta a la que el tiempo no afecta: tus piernas tienen la piel del erizo; tu boca apenas muestra los dientes, apenas entreabiertos los labios, apenas respira; tus manos aferradas al cubrecamas; tus ojos están tapados y subo el dedo por tu pierna.

Hay un momento de todos estos que guardo con peculiar cuidado: cuando llego al centro de la entrepierna (la bombacha ya está corrida con mi otro dedo, o alguna cosa por el estilo) acerco la punta de la mano y apenas si rozo el lugar. Escucho el mejor suspiro que nadie pudo volver a regalarme. Algo así como un grito ahogado, un suspiro multiplicado por miles pero condensados en un instante, una seña de que algo en ese cuerpo se había despertado, algo que permanecía dormido y que era tan único como podía ser el mismo cuerpo.

Decidí frenarme porque entendí que eso que estaba pasando, Martina, ya era suficiente para darme cuenta de que con tamaña mujer no se juega. Y desde aquel día recorrí con vos -que cambiaste de nombre cuantas veces quisiste- un presente único, ahora sí con todos tus milagros encima.

Nunca usaste tu turno, porque nos ganaron los besos y la ansiedad terrible que teníamos por conocer cada uno de los rincones que nos jurábamos por teléfono.

Escribo la anécdota para no olvidar. Para asegurarme de que nadie me hizo ni me hará suspirar como aquella vez, cuando, a decir del escritor, doblaron las campanas en tu suspiro. Porque seguramente otros podrán quitarme mis suspiros, ¿pero así como vos pudiste, Martina? Así nunca, como reza tu conjuro.

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