lunes, 25 de abril de 2011
Un cortado chico VII
no es recibir amor a cambio
de dar amor a cualquier precio
y no morir en el intento
saltando paredes y
cayendo a piletones vacíos
de los que se vuelve con
dolores de almas, dientes, huesos y todo.
Estar enamorado es
un Chapulín Colorado
que tiene capa nueva
y aprendió a volar
nada lo tumba
los males de los males
son así de chiquitos
porque hecho supermán
está enamorado
sin más explicaciones.
Un cortado chico VI
me pareció que volver a casa
y alejarme de vos
apagar el Tetris con el que te tocaba la pierna
era una tortura desmedida.
Hoy este día
me parece que alejarme de mí
dejarme en el lugar donde te quedes
pagar la herida que me cobres
es mi asesinato merecido.
A la mañana
Es un tarado: antes de la mañana del martes, el lunes por la noche, va a comer ravioles. No es un tarado, es un nostálgico.
El viernes, el martes, el lunes; cada vez los días se repiten con el mismo pulso, el igual perfume, la misma disonancia, de querer repasar la vida y no tenerla a mano.
Un cortado chico V
anoto en el aire
amo las cosas simples
de la simple vida
y miro televisión antes
de soñar con vos
morderme el alma
y perseguirte y no alcanzarte
miro televisión que te deja más lejos
de lo que la costumbre aconseja.
Te extraño.
Una cara de la hermosa moneda
Es cierto, se hace inevitable confundir su costado más femenino con la postal de su cabello en la frente, debajo la mirada oculta en el flequillo, debajo los dientes que muerden el carnoso labio, debajo los hombros de su postura encorvada, debajo el escote y adentro del escote la carne, el cuerpo que se asoma invitando al mirón a transitar los parajes del placer. Ahí puede uno descansar sus intenciones más íntimas, resbalarse una y otra vez con la piel dura, apretar los pezones, besar con calma o desenfreno. Se ve el corpiño y se ven los pechos y la imaginación te deja en un lugar sin igual. Un lugar del que se puede volver pero al que se extraña como ninguna otra cosa (y cuando Julio dice algo lo dice por experiencia).
Martina se para al frente de los alumnos y lee una poesía. No tiene escote. La sonrisa viaja en cada palabra que pronuncia. Se equivoca en la lectura y retoma la poesía. Casi inventa una nueva metáfora en el acto de saber leer y saber equivocarse. Hace años decidió su profesión. Salió de su casa y renunció a un plan social que un partido zurdo le daba cual limosna. Dijo que podía hacerse cargo de un frente difícil: leer cuentos, mirar a los alumnos, hablar con la verdad, trasnochar para planificar una acción. Martina tiene 27 años.
Entra la docente y se asegura que sabe leer: abre la puerta, corre cuatro cortinas y abre una ventana. Entra la luz detrás de la mujer. Es Martina, que entra y pide que le impriman Borges, entre otros, para que todos sepamos que sabe leer.
La mujer que sabe leer aprendió docencia al compás de una canción de Víctor Heredia. Va, "docencia"; aprendió a conseguir que otros aprendan (es un poco más que docencia: es humanismo, es heroísmo). Más tarde, y con más ahínco, y por más tiempo, practicaría con la niña aquella, que se sienta en la punta de la silla porque el mundo le queda incómodo de tanta cosa fea que ostenta. La niña que sabe hacer cosquillas, como me gusta decirle. Sabe, la niña, que en el mundo hay tanta cosa fea, porque su papá y su mamá, y las personas que tiene cerca, supieron hacer de ella una pequeña contradicción del mundo: el puñado de ternura, las pícaras audacias, la afición por la música y la lectura, el gusto por las matemáticas, la sensibilidad cuando llora o dibuja o escribe. Ahí fue a practicar su costado más mujer, más humano, más femenino, la Martina de la que me gusta hablar. La nena corre con chuletas por la casa y baila como a ella le gusta. Es viernes y recién se encuentra con su madre. Rebalsa de felicidad en ese ecosistema que ellas conocen a la perfección, que ellas dos crearon mucho antes que la niña se sentara en la cama y le dijera que siempre la cuidaría. La nena se ríe con la boca abierta y los dientes caídos, achinando los ojos y frunciendo los cachetes violetas que tiene. Es sobrina de una jovencita que luce el nombre de una canción de Víctor Heredia, la misma con que Martina aprendía a ser eso que digo cuando digo que es docente.
Entonces lee la poesía y sugiere al aula que dibuje. La poesía -supongo que ella lo sabe- es como tener miles de oleos y caminos y paisajes en tres o veinte renglones. La poesía es fascinante. Entonces la docente les pide que dibujen y los alumnos preguntan qué es dibujar. Martina sonríe, muerde los labios y me mira como apesadumbrada: de nuevo me muestra su costado más femenino. A mi -al Julio que todo lo puede y todo lo sabe- me toca desvanecer. Ahora me trae de nuevo a mí mismo: chicos, no se aflijan, dibujar lo que más les llamó la atención de la poesía (y mueve sus manos al compás de las palabras, en un intento por hacerse entender). Es docente. Es una perfecta mujer que sabe ser docente. Es, por eso, la más bonita en su género y su género es femenino. Es la más héroe de las heroicas. Quizás yo no lo sepa y ella haya fundado alguna corriente superadora de la condición humana, cosa que me habría ocultado durante todo este tiempo, y para cuando los mortales comunes y ordinarios hayamos develado la clave de la humanidad, ella nos sorprendería con otra fórmula superadora y garante de la mejor felicidad. Aunque esto último, supongo, son divagaciones por mi embelesamiento.
Apaga la luz y cierra el lunes conmigo dibujando. Quién pensaría que un día cualquiera, común como cualquier otro (salvo por su presencia, por ella, que abre todas las cortinas y hace entrar luz hasta a mi imaginación) yo terminaría escribiendo que nadie podrá asesinar a los que guardo en mi memoria, gracias a su docencia.
Hoy quiero enaltecer y detenerme en éste, el de Martina (la que también tiene más de un nombre), su costado más femenino.
Un cortado chico IV
Cuando te miro de abajo para arriba
y al revés
trato de desnudarte
todas las veces que lo hago.
Un cortado chico III
o con tu nombre
el pulso me tiembla
quiere decir que aún no pudiste
suicidarte dentro mío.
Y llegás peinada
raro y me pregunto que habrás hecho antes
y no encuentro respuesta y
te sigo con la mirada
y te perdés.
Mis juegos y tus conjuros
Afuera quedó aquel milagro de Martina, que era como el seguro de virginidad absoluta, o la paciencia cuando de amor se tratara. Martina hacía mucho que -según sus palabras- no amaba.
Te dije 'entrá' y vos pasaste temblando. Antes que llegaras, Martina, ya había puesto música. Elegí de una lista: Sabina, Estelares (me acuerdo de una versión del tema de los Virus, Pronta entrega, que me gustaba bailar en aquella época), Las Pastillas del Abuelo y un disco llamado No Olvides, de Baglieto-Vitale, que hoy sería algo así colmo del affaire que sueño entre Martina y yo (Julio). Te dije que entraras en la habitación. No te gustaba que me llamara Julio.
Exigiste que explicara la dinámica del juego, siempre tan precavida. Todavía te sonreías y los cachetes de la cara estaban de color rosado. Llevabas una pollera de picos, blanca, con la que pusiste en el altar a algún otro distraído, enamorado igual o más que yo -siempre más de la cuenta- de tus ojos y todo lo otro de tu cuerpo. Abajo de la pollera -me enteraría después de un rato- había una bombacha blanca, una vedetina que le dicen, o tal vez algo más tradicional, pero seguro que era blanca, porque pretendías que la pollera, ya de por sí algo translúcida al reflejo del sol, no mostrara lo de abajo. Apropósito de esto, vale contar que con el tiempo siempre te quejaste de lo mismo: Julio -me decías- cómo es eso de que antes te fijabas en mi ropa interior cuando no me daba cuenta- y ponías tu mejor cara de enojada. Pero era así, cada vez que podía espiaba debajo de tu falda, o miraba cuando quedabas delante de la luz de algún ventanal, para descubrir vaya a saber qué cosas en ese mundo que se había vuelto más que atractivo para mí.
El juego -te dije. Y pasé a contarte: Es fácil, Martina. Se trata de hacer en tiempo real lo que me da la gana cuando me escribís por celular. Primero me toca a mí y después llegará tu turno. Hay que conseguir -mientras el que espera tiene los ojos tapados- encontrar los puntos eróticos del otro, buscarlos con el cuerpo y lo que uno pueda. La única regla es no dejar desnudo al que tiene los ojos vendados. ¿Me explico, Martina?
Te reíste con una risa nerviosa que no volví a ver desde aquel día. Hay un tiempo para ese tipo de sonrisas y cuando se agota llega el tiempo de lo cotidiano. Un lugar para el esfuerzo, cuando al desgastarse al menos un grado los motores del amor, de la pasión, comienza el juego peligroso de jugar, que es algo más complejo que el que tuvimos Martina y yo (Julio) en aquella no tan simple siesta. Es la largada del trote de los que se aman para no dejar de amarse. Que vos dame aquello y tomá ésto, que dejá de hacer esa boludés y la cambies por esta otra, que acostumbrate porque así me siento cómodo. Una sarta de trivialidades -por demás evitables- a las que se ciñen los jugadores como si fueran las inquebrantables reglas del partido de amor. El juego no siempre termina bien, pero naturalmente empieza como el mejor desafío que puedas haber jugado jamás. Hay quienes sostienen que esta circunstancia repetida para muchos amantes es un anexo moral al verdadero juego; otros afirman con seguridad que es la costumbre útil al ordenamiento de las sociedades (las familias y la bendita herencia de los capitalistas); están los más extremistas, que sentencian la felicidad -cuando es de semejantes magnitudes- a un todo incompleto y sino no. A mi me gusta recordar aquel momento con Martina (hablo de lo que vino después del juego en el departamento de la calle Sucre) como una caja revuelta, con los mejores y los peores instantes -casi sin seleccionar ni acomodar-, donde era tan feliz como aburrido. El periodo que más disfruté de mí y de ella, en el que más aprendí a amar.
Antes de empezar a jugar, tu risa era nerviosa pero te acostaste decidida. Dejaste que yo vendara los ojos. Ahora, a la distancia, casi como extrañando cosas de las que desconozco el sentido, me pregunto qué habrán querido mirar, después que yo los tapara, tus ojos color almendra. Nunca te lo pregunté jamás y lamento tanto no haberlo hecho. Todavía te seguías llamando Martina y todo. Y yo Julio.
En la cama abrí tus piernas y subí tu pollera. Tenías una bombacha blanca que no dejaba escapar ni un borde de nada: ni de pelo, ni de vagina, ni de cualquier aroma. Nada. Así que me dispuse a arreglar eso con sumo cuidado.
A este recuerdo lo guardo como una fotografía intacta a la que el tiempo no afecta: tus piernas tienen la piel del erizo; tu boca apenas muestra los dientes, apenas entreabiertos los labios, apenas respira; tus manos aferradas al cubrecamas; tus ojos están tapados y subo el dedo por tu pierna.
Hay un momento de todos estos que guardo con peculiar cuidado: cuando llego al centro de la entrepierna (la bombacha ya está corrida con mi otro dedo, o alguna cosa por el estilo) acerco la punta de la mano y apenas si rozo el lugar. Escucho el mejor suspiro que nadie pudo volver a regalarme. Algo así como un grito ahogado, un suspiro multiplicado por miles pero condensados en un instante, una seña de que algo en ese cuerpo se había despertado, algo que permanecía dormido y que era tan único como podía ser el mismo cuerpo.
Decidí frenarme porque entendí que eso que estaba pasando, Martina, ya era suficiente para darme cuenta de que con tamaña mujer no se juega. Y desde aquel día recorrí con vos -que cambiaste de nombre cuantas veces quisiste- un presente único, ahora sí con todos tus milagros encima.
Nunca usaste tu turno, porque nos ganaron los besos y la ansiedad terrible que teníamos por conocer cada uno de los rincones que nos jurábamos por teléfono.
Escribo la anécdota para no olvidar. Para asegurarme de que nadie me hizo ni me hará suspirar como aquella vez, cuando, a decir del escritor, doblaron las campanas en tu suspiro. Porque seguramente otros podrán quitarme mis suspiros, ¿pero así como vos pudiste, Martina? Así nunca, como reza tu conjuro.
Manias de hombre en soledad
Últimamente me he descubierto algo extraño: tengo dos formas de ir al baño: una cortita, a las dos de la tarde, y otra bien, pasados los treinta minutos de la anterior.
Un cortado chico II
el de los mimos, de los gestos, de los revuelos
que pedí agritos una puntitá anquesea.
Que eras vos Martina la que
de los mimos, de los gestos, de los revuelos
no tenías nada.
Ahora cuando de los mimos, de los gestos, de los revuelos
ya no llega ni un suspiro
(ni tendría que hacerlo)
y lloro desconsolado con
este amargo trago.
Un cortado chico I
seguro que no llamás
para constatar mi suerte
ojalá encuentres alguna excusa
que estás desnuda o lo que sea
y regales tu voz por el teléfono.
Ahora me río porque
me acuerdo
la última vez que te asustaste
no estaba al lado del teléfono
tu voz es tan única
que se burla del principio de diversidad.
domingo, 24 de abril de 2011
sábado, 23 de abril de 2011
Arredondo
En un momento ya ni recordabas dónde quedaba la carpa (la anécdota del río me la guardo para más adelante, cuando haya podido explicar por qué ahora me siento incompleto a pesar de todo).
Saliste del baño al que te acompañé y pediste que te llevara hasta la carpa. Fue la primera vez que te prendiste de mi brazo y que reíste tanto y sin parar.
Fue la primera vez que me dejaste sin aire.
En este lugar donde estoy, la gente está atenta a todo. Pero nadie nota mi nostalgia.
jueves, 21 de abril de 2011
X.
Me sentás en la silla. Me saco el pantalón. Corro la bombacha. Roja la bombacha. Toco con mi mano lo que ya está listo (no quiero parar de besarte). Subís tu pierna y tomás aire, como preparándote para un maratón. Te acomodás ahí encima de mi falda, de frente mío, yo adentro tuyo. Vos hacés todo. Mirás para arriba, chuecás el labio, cerrás los ojos, subís y bajás. Yo hago todo. Te agarro fuerte las caderas, me vuelvo loco, te beso el cuerpo, acaricio los pezones, te miro la boca. Los dos hacemos todo. Estamos jadeando, moviendo la silla, haciendo ruido, despertando a los vecinos, descuidando la buena imagen, disfrutando cada centímetro. Vos llegás y yo después. O al revés.
Miro la escena: Anaclara está desnuda. Levanta la silla que había quedado en el balcón y la lleva hasta la cocina, con cuidado de no dañar la mampara. Nadie ni nada interrumpió el tiempo en que me sacó al balcón. Anaclara no se pasea desnuda por la casa, no le gusta. Ella es más hermosa sin ropa. Ahora que la miro quiero recordar cada detalle: su cicatriz, sus bellos, la forma en que se tapa, sus piernas cortas corriendo al baño, la vergüenza que le da que yo la mire desvestida.
Anaclara me hizo un conjuro que no quiero develar. Lo hizo un día antes de despedirse de mí, antes de llamarse Anaclara y todo, por la noche y al frente de otra gente. En aquel momento todavía ostentaba ser desubicada y eso -ella lo sabe- me enamora. Lo cierto es que nunca pude olvidarme del conjuro, que después se volvió verdad, no sé si por realidad que es o por el tono de voz, o el convencimiento con que lo dijo.
Anaclara me agarra de nuevo de la mano y me va a pedir que la haga dormir en el pecho, todo lo más que mi pecho aguante. Se va a dejar un camisón viejo, rosado y yo le voy a pedir que no se ponga la bombacha. Pero ella, que sabe cómo dejar a los hombres con la medida justa para que nunca dejen de pedir cosas, se va a dejar la bombacha roja.
A propósito
miércoles, 20 de abril de 2011
Confesiones
Cuando sonríe, única, la amo. Ahí, yo tan cerca de su sonrisa, la amo.
(Le dije a la otra que estoy enamorado y no es para nada mentiras).
Los días que trae la mujer de lentes
Así las cosas
Pienso: si te leo es porque busco por todos los rincones alguna respuesta que ni yo misma me puedo dar.
Espero.
Cambio de página y abro el diario digital. Leo. No puedo creerlo, hay vicios en la política de los partidos patronales que no cesarán nunca. Pienso en lo que leí antes. Espero.
Me gusta peinarme así y que todos me miren. Siento que el pelo recogido me queda mejor, pero hace un tiempo me dicen cosas lindas con este mismo peinado. Estoy linda. Soy linda. Alguna vez no tuve espejo, pero siempre supe que me veía linda. Creo que es la sonrisa, mi boca, algunas partes de mi cuerpo que sé llevar con astucia; esas son las cosas que de mí gustan a los hombres y al resto de las mujeres. Me veo linda. Tampoco necesito un espejo para saberlo. Fijate vos que aquel otro va a escribir en algún momento que yo soy la mujer más linda de la tierra, de todas las mujeres que él conoce la que más linda termina siendo. Me río. Me va a comparar con todas y me va a elegir a mi. Soy linda y mucho más linda que cualquier otra con la que esté ahora.
Espero.
Él: se levanta y camina sin parar hasta llegar a la computadora y prenderla para mirar con prisa si hay algo nuevo en la página de ella que nunca tiene lo que él quiere leer salvo las canciones que pasa y repasa una y otra vez para encontrar un algo que sea cualquier cosa válida que lo despierte y lo saque del tedio para después más tranquilo escribir y no parar de escribir sobre el destino del mundo conjugado con el amor del hombre y las historias más verídicas que su cabeza pueda inventar en medio de la ficción ocultadora de cualquier verdad por más válida y real que sea en una página web que es suya y no dice absolutamente nada interesante más que repetir que no duerme y que se volvió un fantasma y que hay una tal fulana que no piensa ni nombrar a la que no puede parar de ponerle adjetivos de todo tipo mientras busca en otras páginas lo que quiere leer y no para ni un minuto con esa rutina que lo desgasta y lo vuelve loco por algo en lo que ni él cree aunque lea que "tus ojos son mi conjuro contra la mala jornada te quiero por tu mirada que mira y siembra futuro tu boca que es tuya y mía tu boca no se equivoca te quiero porque tu boca sabe gritar rebeldía y por tu rostro sincero y tu paso vagabundo y tu llanto por el mundo porque sos pueblo te quiero y porque amor no es aureola ni cándida moraleja y porque somos pareja que sabe que no está sola te quiero en mi paraíso es decir que en mi país la gente viva feliz aunque no tenga permiso" del Benedetti y se cague en las coincidencias mientras sigue entristecido de tanto no hallar en medio de aquella búsqueda permanente.
Espero. Pienso. Me miro.
¿Qué hago acá sentada, en medio de tanta palabrota, si todavía falta hacer de comer, salir al colegio, ir a trabajar, seguir luchando? Me siento rara. Me quedo leyendo pero sé que es peor que perder el tiempo.
Voy a tratar de pensar un poco si vale la pena escucharlo. Yo estoy linda. Me gusta estar linda. Pero voy a tratar de escucharlo.
Tengo miedo.
Belén I.
Naturalmente, es mi amiga hace por lo menos más de cinco años. Llegué a tiempo, como siempre, y antes que Belén apareciera en el Boulevard San Juan pensaba en todo lo que se extrañan algunas reminiscencias emotivas: aquella vez que nos quedamos hasta tarde pasando grabaciones de casete a la computadora en la casa de mi madre. En medio de ese recuerdo, otro, mucho más reciente, aparece con fuerza. Últimamente -digo asustado de mí mismo y sólo para mí- cuando busco en el pasado viene siempre la misma persona a la cabeza. Por lo tanto, antes que Belén llegara ya sabía de qué terminaríamos hablando.
Entramos, buscamos un lugar para calmar ansiedades, hicimos el pedido: dos licuados con tostados, simples, no combinados. Pagamos. Ella insistía en compartir el gasto y le tuve que explicar lo de la cultura y el mundo machista. Pagué, arriesgándome a que después no me quisiera cobrar el huevo de pascua que le había encargado, razón por la cual nos encontrábamos en aquel lugar.
Nos sentamos y empezamos una charla que duraría poco más de tres horas. Por el lugar pasaba tanta gente que la conversación estuvo matizada por las accidentales circunstancias: una mueca de un niño que nos atrajo la atención, el pasar de la mujer con botas de cuero, la vestimenta de otoño que lucían la mayoría de las personas y algún que otro incidente más llamativo, como el de la señora de la mesa del lado que no podía abrir la tapa a rosca de su bebida y acudió a nosotros por ayuda.
La charla empezaba con la historia de un tal hombre que la saca de quicio. Ella lo persigue pero él parece no acusar recibo, cuando por principio de acuerdos debería hacerlo. Me decía que a veces espera un mimo y que nunca llega, que los dolores de su cuerpo casi la hartan, pero se siente rara, de a ratos enamorada y de a ratos con menos intensidad.
La parte interesante fue cuando me dí cuenta que no podía parar de hablarle de mi pasado. Hace un tiempo me dijeron, en otras circunstancias, que lo importante es el futuro y que el presente es más inevitable que otra cosa. En cambio, en aquella mesa y ahora, yo no hacía más que revolver lo que acababa de pasar en mi vida; mi pasado más reciente. Hablaba del pasado y lo mezclaba con un presente utópico y un futuro no menos deseado. Belén me miraba, como muchas otras veces lo había hecho, y de vez en cuando compartíamos un consejo.
Le conté que era ocurrencia mía escribir una novela que narrase la vida de Anaclara. La vida que yo le inventaba a la Anaclá. Me dijo que no estaba para nada de acuerdo. Le dije que no me importaba en lo más mínimo. Le dije que Anaclara tampoco estaba de acuerdo y sin embargo nadie es dueño de mi pasado, de mi presente, de mi futuro; ni siquiera yo. Entonces le dije que pese a quien le pesara escribiría mi novela. Le dije que necesito deshacer el prócer en que la convertí, hacerla humana, constatarla con mis fantasías. Seguía mirándome con distintos gestos, como ya cansada de tanto escucharme hablar de lo mismo. Me sonrió. Me dijo que ella sí me quería mucho y que tenía que cortar tanto ir y venir de consentimientos y atenciones desmedidas. Pensé que Anaclara también estaría de acuerdo con Belén, casi por primera vez en la historia.
También hablé con Belén del presente. Aunque el suyo, menos promisorio que el mío, fue materia de más detenimiento, análisis barato de café, alguna que otra justificación y ademanes de complicidad.
Cuando se levantó de la silla me dijo que tenía razón, debía escribir esa novela. Es importante que ordenes todo 'eso' y le pongas palabras, historia y sentido -me dijo-. Y siguió: está fuera de vos lo que sentís y pensás. Cuidalo.
Cuando me fui a dormir supe que juntarnos, cada vez que lo pudimos hacer durante todo este tiempo, ha tenido particulares trascendencias; siempre terminamos hablando del pasado; siempre me costó dormir después.
Últimamente sueño todas las noches con lo mismo y eso no me da pena. Siempre que me puedo dormir, sueño con lo mismo.
martes, 19 de abril de 2011
Desayuno
Con leche el café.
El anónimo comentario I
Me llamás y me invitás al cine a ver Los Marzianos.
lunes, 18 de abril de 2011
Rutina
Julio se sienta, permanece de piernas cruzadas e intenta saber qué de toda la idea que ahora piensa se concretaría primero. Tiene miedo en medio de tanta oscuridad. Todavía son las 14:30 hs. y las piernas no paran de doler. Se dice a sí mismo que no piensa levantarse por nada: si a alguien se le ocurre dejar la puerta abierta, prefiero renegar con los inadaptados o con los perros antes que pararme a cerrar. Realmente no puedo pararme, piensa.
Había entrado por la puerta principal al local donde se dedica a hacer trabajos -y lo dice con sorna- para los vecinos. A esa hora y en esos días no entra ni un solo trastabillado. En aquel lugar del mundo la gente acostumbra a emborracharse desde muy temprano. Cambia un paquete de harina por una caja de vino tinto, o blanco. Lo importante es alcanzar ese ansiado estado de embriaguez. La gente, en este lugar, es pobre, recuerda Julio como justificando lo anterior. Estamos en un barrio distante del centro de la ciudad, aunque no sea tanto, en la capital cordobesa. Julio no tiene ni frío ni calor, viste un jean con zapatillas y un pullouver de mala calidad, con franjas horizontales en cuatro colores: azul, celeste, blanco y marrón oscuro. Mastica chicle. Son las 14:55 hs.
En unos minutos entrará por la misma puerta al lugar donde está Julio, abrirá unas cortinas que tapan la luz, hablará, pondrá sonidos en el edificio, va a reírse por los comentarios que hará Julio apropósito de los cabellos, tomará después mates y dejará al muchacho con el mismo calor y el mismo frío de siempre. Es decir, no hará mucho de nada.
Vale decir que Julio permanece a oscuras para demostrarse a sí mismo todo lo que ésta otra puede lograr.
Silencio II
Andar husmeando en las estadísticas de visita de un Blog habla muy mal de tu persona. ¿Qué buscás? ¿A quién buscás?
¡Habiendo tantas otras formas y mucho más simples!
IX.
Para mí no sos nada, sos del mundo, de aquellos que en guerra por la liberación de los pueblos, en las guerrillas, leen poesía y se preguntan por el fundante y demoledor patriarcado y buscan ansiosos las estrellas que con su brillo confirman la vitalidad de los cuerpos y las mentes. Eso sos, Anaclara. Sos las ideas y los deseos asumidos, año tras año, por una humanidad. Los deseos de placer, de sexo, de lucha, de historia recuperada, de libertad. Yo apenas te dí nombre. Casi como hizo Jan con Neftalí, pero seguramente con menos heroísmo. Yo no soy el después conocido Pablo; soy incapaz de escribir cosas tan profundas como aquel verso entrañable, lleno de sub-metáforas y protegido del absurdo adjetivo: "Me gustas cuando callas porque estás como ausente". Y mi voz tampoco puede tocarte; como en el Poema 15, mis palabras escasamente si te nombran cuando te comparan con lo tangible, con el peso que lleva la Anaclara de las poesías, con las Anaclara de la historia.
¿Qué sos Anaclara? Para mí, pregunto.
Un vestido verde desteñido, un recuerdo, un presente casi ausente, inaudible, inevitable, una lucha constante, una fantasía inconclusa. O todo eso sos, Anaclara. Todo eso junto. Eso y la estrella de los luchadores y los guerrilleros que yo pretendo ser.
Tengo una obligación si sos un recuerdo, Anaclara. Destacar qué recuerdo sos.
A las once y media de la noche quiero jugar con vos a desvestirnos imaginariamente. Te mando un mensaje que te invita a jugar. Las luchas y los luchadores siguen buscando norte, en las poesías, en los fusiles y en las ideas. Vos me contestás que sí y acaso puedo imaginar tu sonrisa avergonzada. Imagino también el pulso del corazón que ahora galopa; puedo imaginarte porque yo también me avergüenzo y me apresuro y me vuelvo una bola de tensiones y nervios. Para las doce y pico ya me habías pedido que empezara, ya te había dicho que con mi dedo corría la bombacha roja, que me subía encima tuyo, que en el patio llovido te sentabas desnuda y en mi falda, que empezaba a transitar el camino de final inevitable: el orgasmo. Esa es la valentía de las Anaclara del mundo, que nunca se quedan con las historias a medio contar.
Esta particular Anaclara que yo nombro es aquel vestido verde desgarrado y desteñido. Es el Poema 15 por el que nunca acusó predilección. Es el manto de enigmas que todavía se viste de agua cuando el niño se enamora de la sed. Busca siempre el modo de no hallar, como dice la canción.
Anaclara, la complejidad que asume los desafíos, de ser humano, de ser militante, de ser mamá, de ser combativa..., ella es más que un recuerdo. Una realidad nombrable, destacádamente real, que cuando se viste de mujer parece ser mucho mejor que cualquier cosa.
Una luchadora entre mis recuerdos y realidades más preciadas, eso y mucho más.
domingo, 17 de abril de 2011
El amor telefónico que se extingue lentamente
El teléfono no suena. El otro que pierde la noche con el viejo no dice nada pero advierte cuánto de lamento hay en aquel deseo malogrado. El otro también traga Whisky. Es hora de dormir, le dice, como en un intento por frenar la nostalgia de la cabeza ajena. Él está seguro de que no lo conseguirá y que aquel hombre irá a la cama a seguir sin dormir, a soñar despierto, que ella coge el teléfono y marca el 0351 156 y lo que sigue.
sábado, 16 de abril de 2011
Fantasmas
Si es que todavia vivo y me parezco a un fantasma, y si me cuelo en el recuerdo de un desayuno, en el yogurth justamente, que fue tu eleccion menos pensada, entoces bueno, entonces soy nomas que eso y me aparezco y desaparezco cuando se te ocurre, cuando me llevas y me traes por todos lados, cuando resuena tu carcajada por ejemplo, en alguno de los rincones de los rincones de esos rincones.
Ya no estas llorando. Te levantaste y dijiste que estabas bien. Que los fantasmas son mejores que cualquier otra cosa.
Yo repito una pelicula aburrida de un sabado por la tarde y no te invito a la plaza y no te llevo al aburrido Carlos Paz y no hablamos de politica y no buscamos peliculas y no nos miramos entre los mates.
Ahora me dedico a eso, a ser un fantasma.
2007. 2008. 2011.
En la reunión con los Señores y las Señoras que trabajan para la Fiorito seguía buscando tus ojos y tus pies sin obtener mejores resultados que antes.
Previo a la reunión con los Señores y las Señoras hiciste hincapié en una sarta de ideas para nada despreciables. Como si acaso quisieras convencerme de lo que ya estoy convencido. Creo que lloré angustiado, aunque no usara lágrimas para eso.
Antes de esa reunión tuve la leve sensación de que vos también entendías que te necesitaba ahí mismo y me regalaste los ojos, los párpados, las espinas de las rosas, las palabras más tajantes y los acuerdos más difíciles.
Quiere decir que entre reunión y reunión hay maneras varias de confirmar que uno sigue vivo.
viernes, 15 de abril de 2011
Video
jueves, 14 de abril de 2011
Gestas
Yo había agarrado por la calle fina, que tenía hasta partes sin asfaltar y marqué tu número. Me dijiste que bueno, que te habían dejado afuera, que entonces sí.
Me volví hasta no sé qué domicilio y creo que me agarraste de las manos, o algo por el estilo y entonces sí.
Hubo un día con un gesto heroico cuando terminamos en alguna cama de no recuerdo qué lugar. No, entonces no terminamos en ninguna cama y entonces sí.
Que para el sábado o cualquier otro día eso se repita. Entonces sí.
Estudio I
Y que toda tu vida te mate la culpa de haberme
Robado una parte del alma
Que es lo que a vos te hace falta
Alejarte de acá”
¡El Miedo!
Y si algo pasa
Que nos separe…
La cabeza que algunas veces te mata, sobre todo el corazón, el corazón sobre todo, con razón, que quiere respirar, perseguiré, el eco de tu perfume. Cuando de repente jugamos en el bosque a que el lobo no está, que es tu boca la glamorosa, la más dañosa, que se cuenta cuentos entre mis huesos; de los cuentos que tú cuentas, todos los más ruborosos. Volvé. Contá de nuevo. Alzá el pedazo que yo te nombro: una sola resta de aquella inmensidad que llenó vaya a saber qué cosas que anduvieron dando vueltas. Quedó pupudo, reñido y pupudo. No hubo espacio ni para una i. Ni íes ni ocho cuartos, aunque ahora el pasado ya se borra y tú, la misma que cuenta los mejores cuentos (mamá está en el campo, no cuenta una mierda, trabajando para otro, trabajando sí, para otro que le de pa´l negrito chiquitito, sí; mi mamá era la que contaba los mejores cuentos), los mejores de todos los sonidos, uno tras uno que muerden los labios que te mordés, que salen de la boca del estómago, de tu vientre mariado, vacío pero lleno afuera, lleno de esos dientes caídos y dulzones, que te miran y ay! Que sonrisa la pucha! Que enamorado que me tenés pequeña pequeñez del vientre. Y tu vientre ahora vacío, el desperdicio que escupen. Veo una luz que vacila. Y pretende dejarnos a oscuras Veo un rayo… (los amores cobardes no llegan a ninguna parte, se quedan allí)
Sabés, no todos sabemos escupir. Y vos, agrandada, que ahora ni siquiera querés ni un ratito dedicarme, que bello abril, pero con justa razón, lo de bello y las tus resoluciones , que escupís como ninguna, a regañadientes o de cualquier manera, entre los mordidos labios que ahora muerden las palabras de ese y otros cuentos, escupís los poemas o las palabras que te dijeron los afortunados que con vos hablaron.
Es así, nunca me dejás terminar.
Los duendes…
Tu perfume….
Gris, el cielo de tus ojos