Cierro la hornalla: apenas pudo escucharse el sonido del hervor en el agua. La presión subió por el tuvo de la pava (el tuvo que sirve para verter el agua), la presión de las moléculas, y apenas si la pava silbó despacio. Es hora del desayuno. Es sábado. Soy, de todos, el más sigiloso hombre que hayas tenido en esta casa.
En esta casa tuviste unos cuantos hombres. Los encerrabas contra la pared y los desarmabas. Me imagino: los mirabas fijo a los ojos y ponías la punta de los dedos en el borde de sus jeans. A veces lo hacías solo por medir un cuerpo distraído, solo por probar que la mujer es capaz de desarmar a hombres y mujeres. A veces les quitabas la ropa (le dejabas las remeras) y subías encima de los hombres. Imagino: desarmaste a uno con la mirada firme. Solamente con la mirada.
--Los hombres son muy gritones-- te quejaste siempre; pero en mi caso, soy el más silencioso de todos los hombres que pusiste en esa casa. Fijate: toco tres veces el timbre, no más.
Preparo una bandeja improvisada con una madera y repasadores que encuentro por ahí. En esta casa los repasadores siempre estuvieron sucios. Rara vez los lavábamos. Por aquellos días, en cambio de lavar trapos sucios, preferíamos dedicarnos a pelear. Nos levantábamos y siempre teníamos una razón a mano. A veces empezabas vos, con eso de que la política es un sinsentido, que el lumpem tiene aquella inserción casi por naturaleza, que los esfuerzos por imponer la solidaridad son --en las actuales condiciones-- absurdos completos; yo, con la vigencia de la psicología clínica, con el mensaje alentador de lo imposible, o con mis extrañas formas de ser padres. Casi siempre los dos estuvimos en lo cierto. Ahora preparo la bandeja.
Vos dormís. Tu risa duerme, tu pelo duerme, tu lengua duerme, tu cadera duerme, tu aliento duerme, tus pechos duermen. Te miro dormir y me digo: en cierto momento pensé que no eras solamente vos la que dormías, llegué a creer que también dormían tus sueños. Y me fui.
Y ahora estoy preparando esta bandeja: vuelvo a la cocina.
Sobre el trapo más limpio que encontré preparo una taza con café cortado con un chorro de leche caliente (también endulzo el café); cuatro galletas, dos con queso y dos con dulce; una flor; y este trozo de papel que pude escribir para tu desayuno.
Acomodo una silla al lado de tu cama. Asiento en la silla la bandeja. Me siento al costado de tu cuerpo. Te acaricio la frente y juego con tu flequillo. Sos perezosa pero te estirás para despabilarte. Esa especie de gemido que hacés parece un quejido. Es sábado. Hay una flor en una bandeja y acompañada con un papel doblado, una flor sobre un trapo casi limpio, un trapo floreado, y una taza símil porcelana llena de café con leche, con la flor, el trapo floreado y cuatro galletas al queso y al dulce.
Después que desayunamos --vos el café y yo tu cuello-- me prometés unos mimos. Es sábado. O domingo. Preferiría que fuera sábado, para quedarme dentro de tus mimos hasta el domingo. El domingo volver a levantarme y leer, despertarte, escuchar lo que hablás, mirar el patio y los pájaros que vienen a comer las migas que tira la gente cuando sacude los manteles. Almorzar juntos cualquier tontera. Pero es domingo. O sábado. De cualquier forma, acabás de prometerme unos mimos y yo, esperando que hoy sea sábado, me dispongo a disfrutarlos.
viernes, 24 de junio de 2011
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