La solidaridad me conmueve
como me conmueven pocas cosas en
la tierra.
Esta o cualquier otra.
De las cosas que tenés que hacer che
nunca lo olvidés.
Repartí los besos
cometé todas las bocas que se crucen che
con tus besos che.
La conciencia internacionalista
que sustancia aquella solidaridad de la clase la
la solidaridad del mundo che.
Tus besos van
más temprano que tarde y sin demoras che
a curar el mundo che.
viernes, 24 de junio de 2011
Domingos
Cierro la hornalla: apenas pudo escucharse el sonido del hervor en el agua. La presión subió por el tuvo de la pava (el tuvo que sirve para verter el agua), la presión de las moléculas, y apenas si la pava silbó despacio. Es hora del desayuno. Es sábado. Soy, de todos, el más sigiloso hombre que hayas tenido en esta casa.
En esta casa tuviste unos cuantos hombres. Los encerrabas contra la pared y los desarmabas. Me imagino: los mirabas fijo a los ojos y ponías la punta de los dedos en el borde de sus jeans. A veces lo hacías solo por medir un cuerpo distraído, solo por probar que la mujer es capaz de desarmar a hombres y mujeres. A veces les quitabas la ropa (le dejabas las remeras) y subías encima de los hombres. Imagino: desarmaste a uno con la mirada firme. Solamente con la mirada.
--Los hombres son muy gritones-- te quejaste siempre; pero en mi caso, soy el más silencioso de todos los hombres que pusiste en esa casa. Fijate: toco tres veces el timbre, no más.
Preparo una bandeja improvisada con una madera y repasadores que encuentro por ahí. En esta casa los repasadores siempre estuvieron sucios. Rara vez los lavábamos. Por aquellos días, en cambio de lavar trapos sucios, preferíamos dedicarnos a pelear. Nos levantábamos y siempre teníamos una razón a mano. A veces empezabas vos, con eso de que la política es un sinsentido, que el lumpem tiene aquella inserción casi por naturaleza, que los esfuerzos por imponer la solidaridad son --en las actuales condiciones-- absurdos completos; yo, con la vigencia de la psicología clínica, con el mensaje alentador de lo imposible, o con mis extrañas formas de ser padres. Casi siempre los dos estuvimos en lo cierto. Ahora preparo la bandeja.
Vos dormís. Tu risa duerme, tu pelo duerme, tu lengua duerme, tu cadera duerme, tu aliento duerme, tus pechos duermen. Te miro dormir y me digo: en cierto momento pensé que no eras solamente vos la que dormías, llegué a creer que también dormían tus sueños. Y me fui.
Y ahora estoy preparando esta bandeja: vuelvo a la cocina.
Sobre el trapo más limpio que encontré preparo una taza con café cortado con un chorro de leche caliente (también endulzo el café); cuatro galletas, dos con queso y dos con dulce; una flor; y este trozo de papel que pude escribir para tu desayuno.
Acomodo una silla al lado de tu cama. Asiento en la silla la bandeja. Me siento al costado de tu cuerpo. Te acaricio la frente y juego con tu flequillo. Sos perezosa pero te estirás para despabilarte. Esa especie de gemido que hacés parece un quejido. Es sábado. Hay una flor en una bandeja y acompañada con un papel doblado, una flor sobre un trapo casi limpio, un trapo floreado, y una taza símil porcelana llena de café con leche, con la flor, el trapo floreado y cuatro galletas al queso y al dulce.
Después que desayunamos --vos el café y yo tu cuello-- me prometés unos mimos. Es sábado. O domingo. Preferiría que fuera sábado, para quedarme dentro de tus mimos hasta el domingo. El domingo volver a levantarme y leer, despertarte, escuchar lo que hablás, mirar el patio y los pájaros que vienen a comer las migas que tira la gente cuando sacude los manteles. Almorzar juntos cualquier tontera. Pero es domingo. O sábado. De cualquier forma, acabás de prometerme unos mimos y yo, esperando que hoy sea sábado, me dispongo a disfrutarlos.
En esta casa tuviste unos cuantos hombres. Los encerrabas contra la pared y los desarmabas. Me imagino: los mirabas fijo a los ojos y ponías la punta de los dedos en el borde de sus jeans. A veces lo hacías solo por medir un cuerpo distraído, solo por probar que la mujer es capaz de desarmar a hombres y mujeres. A veces les quitabas la ropa (le dejabas las remeras) y subías encima de los hombres. Imagino: desarmaste a uno con la mirada firme. Solamente con la mirada.
--Los hombres son muy gritones-- te quejaste siempre; pero en mi caso, soy el más silencioso de todos los hombres que pusiste en esa casa. Fijate: toco tres veces el timbre, no más.
Preparo una bandeja improvisada con una madera y repasadores que encuentro por ahí. En esta casa los repasadores siempre estuvieron sucios. Rara vez los lavábamos. Por aquellos días, en cambio de lavar trapos sucios, preferíamos dedicarnos a pelear. Nos levantábamos y siempre teníamos una razón a mano. A veces empezabas vos, con eso de que la política es un sinsentido, que el lumpem tiene aquella inserción casi por naturaleza, que los esfuerzos por imponer la solidaridad son --en las actuales condiciones-- absurdos completos; yo, con la vigencia de la psicología clínica, con el mensaje alentador de lo imposible, o con mis extrañas formas de ser padres. Casi siempre los dos estuvimos en lo cierto. Ahora preparo la bandeja.
Vos dormís. Tu risa duerme, tu pelo duerme, tu lengua duerme, tu cadera duerme, tu aliento duerme, tus pechos duermen. Te miro dormir y me digo: en cierto momento pensé que no eras solamente vos la que dormías, llegué a creer que también dormían tus sueños. Y me fui.
Y ahora estoy preparando esta bandeja: vuelvo a la cocina.
Sobre el trapo más limpio que encontré preparo una taza con café cortado con un chorro de leche caliente (también endulzo el café); cuatro galletas, dos con queso y dos con dulce; una flor; y este trozo de papel que pude escribir para tu desayuno.
Acomodo una silla al lado de tu cama. Asiento en la silla la bandeja. Me siento al costado de tu cuerpo. Te acaricio la frente y juego con tu flequillo. Sos perezosa pero te estirás para despabilarte. Esa especie de gemido que hacés parece un quejido. Es sábado. Hay una flor en una bandeja y acompañada con un papel doblado, una flor sobre un trapo casi limpio, un trapo floreado, y una taza símil porcelana llena de café con leche, con la flor, el trapo floreado y cuatro galletas al queso y al dulce.
Después que desayunamos --vos el café y yo tu cuello-- me prometés unos mimos. Es sábado. O domingo. Preferiría que fuera sábado, para quedarme dentro de tus mimos hasta el domingo. El domingo volver a levantarme y leer, despertarte, escuchar lo que hablás, mirar el patio y los pájaros que vienen a comer las migas que tira la gente cuando sacude los manteles. Almorzar juntos cualquier tontera. Pero es domingo. O sábado. De cualquier forma, acabás de prometerme unos mimos y yo, esperando que hoy sea sábado, me dispongo a disfrutarlos.
martes, 21 de junio de 2011
Él cumple años y algo más
Esta noche voy a soñar con esta tarde. Y eso es absolutamente reconfortante, absolutamente maravilloso.
En el sueño pienso cumplir años en tus labios. Pienso cumplir sueños.
viernes, 17 de junio de 2011
Superhéroes
Tener capa es fácil. Animarse no es nada. Ser valiente no es animarse.
No tener miedo es ser valiente.
Ser valiente frente a dos ojos de almendra, para que el cuerpo deje de temblar y que las manos tomen el rostro, lo traigan mucho más cerca, pero sin que el cuerpo tiemble, y con la boca besar la otra boca, mientras la lengua chasquea la felicidad que como casi siempre entra por la boca.
No tener miedo es ser valiente.
Ser valiente frente a dos ojos de almendra, para que el cuerpo deje de temblar y que las manos tomen el rostro, lo traigan mucho más cerca, pero sin que el cuerpo tiemble, y con la boca besar la otra boca, mientras la lengua chasquea la felicidad que como casi siempre entra por la boca.
viernes, 10 de junio de 2011
El temblor
Aunque mudo, sin palabras ni sonidos, repaso uno a uno los centímetros, una a una las sensaciones, el placer de mi adentro en tu adentro.
El café con leche, el tuyo, y el cortado en jarrito, el mío.
La silla esa. La ventana.
Cuando nos dijimos lo que quisimos no supimos aclarar que la libertad es tan efimera como necesaria.
Todavía sigo repasando, en silencio. Pero sigo vivo.
Todavía vivo.
lunes, 6 de junio de 2011
Persepolis con caramelos
El domingo fue menos que el sábado, pero de igual manera los recuerdos del viernes continuarían rondando en mi cabeza hasta --inclusive-- este momento, en que me dispongo a tomar el café de la tarde. De cualquier forma el clima era bueno para buscar y encontrar una película amigable, que dejara algo más de aquella sensación repetida que uno experimenta con un film por el televisor: cambiar de canal hasta dar intuitivamente con algo, sentarse incómodo porque no hay certezas sobre la elección, para al final saber que el tiempo pasó con más glorias que penas, merced de un guionista poco conocido, una película poco difundida, una mediocre realización ¿independiente? (cuando uno consigue en la televisión basura películas de esta talla).
Persépolis había terminado pasadas las dos horas y pico entre que me decidí a ver películas el domingo, encendí el televisor, cambié los canales y tomé la valentía de aceptar una opción con animaciones y sombras oscuras. Era innecesario el esfuerzo por contener la emoción que sentía por aquella niña, después mujer, con el vínculo afectivo cargado en su abuela y la mirada lógicamente apasionada sobre los ideales comunistas. Otra lectura más --y distinta-- de un Irán en guerra permanente; el Irán preso político y censurado hasta la médula; un Irán --además-- difícil de entender para la mirada americana. Pero este Irán distinto, que ahora hablaba de su lucha por la liberación, era el Irán de una ingenua muchacha de cabellos oscuros y ansias poderosas. Es difícil --y más lo es en un sistema patriarcal para una mujer-- enfrentar al mundo como Marjane pudo hacerlo (el mundo de las ideas, el mundo de los sentimientos, el mundo de las realidades). Aquella niña mujer sí que aprendió a impregnar cada detalle con sus ideales.
Después iba a enterarme más sobre Persépolis, que como toda gran obra tiene una historia más abundante. La historia es la de aquel Cómic de la Francia consternada por las nuevas ideas políticas del mundo (que de nuevas siempre tuvieron poco). Me burlo. Nuevas de nuevo, en el 2000 al 2003, y en fin.
Sigo acá agarrado de la cama. Tengo que hacerme el café. Parece mentira la cantidad de veces que recordé --de nuevo-- el viernes pasado. Durante la película, no pude evitarlo; aunque más que recordar fue establecer una relación permanente entre mi viernes, vos y la historia de Persépolis (de Marjane). Te sentí una y otra vez, sentí tu presencia como a mí más me gusta: no como invento mío, sino tan real como pueden ser los recuerdos atesoramos. Digo que te encontré repetidamente, en la complejidad del pensamiento de aquella niña, y cuando veía la madre relacionarse con la hija, y ni que hablar de la abuela con aquella mujer a la que le decía que no se olvidara de quién era, que tuviera cuidado de los cretinos, que mantuviera la esencia. Ahí quise que todos pudiéramos tener un abuelo a quien llevarle vainillas para que unte con los té. Pero vos no, porque el abuelo tuyo, al que hacías sonreír con las vainillas (vos solías contarme que al Tata se le iluminaban los ojos y le quedaban con estrellas salpicadas de rocío cuando aparecías con tus historias y las galletitas que le gustaban; ahora que lo pienso, a aquella le pusiste Rocío no sin motivos suficientes). ¡Y aquella! El parecido absoluto cuando habla del guerrillero cubano, el Che Guevara. (¡Cómo me estoy riendo!).
Es un arma Persépolis. Fijate: te dibujé miles y millones de veces, en los viernes, en los desayunos, en la cama calentita. Fijate: me acordé que eras docente y que para nada hubiera resultado útil la película con los chicos; vos tenés mejores ideas. Fijate: el Tata paseó una y otra vez por mi memoria. Fijate: llorar no siempre es cuestión difícil, ves.
Pensé en las tres golosinas que más me gustaría comer con vos: las pastillitas, la bananita Dolca y el paragüitas.
Voy a tomar el café de una vez por todas, así de feliz como me siento ahora, así de incompleto, así de tanto que me falta para estar completo y así de feliz que se siente uno en este estado. Los recuerdos del viernes continuarían hasta la victoria.
Persépolis había terminado pasadas las dos horas y pico entre que me decidí a ver películas el domingo, encendí el televisor, cambié los canales y tomé la valentía de aceptar una opción con animaciones y sombras oscuras. Era innecesario el esfuerzo por contener la emoción que sentía por aquella niña, después mujer, con el vínculo afectivo cargado en su abuela y la mirada lógicamente apasionada sobre los ideales comunistas. Otra lectura más --y distinta-- de un Irán en guerra permanente; el Irán preso político y censurado hasta la médula; un Irán --además-- difícil de entender para la mirada americana. Pero este Irán distinto, que ahora hablaba de su lucha por la liberación, era el Irán de una ingenua muchacha de cabellos oscuros y ansias poderosas. Es difícil --y más lo es en un sistema patriarcal para una mujer-- enfrentar al mundo como Marjane pudo hacerlo (el mundo de las ideas, el mundo de los sentimientos, el mundo de las realidades). Aquella niña mujer sí que aprendió a impregnar cada detalle con sus ideales.
Después iba a enterarme más sobre Persépolis, que como toda gran obra tiene una historia más abundante. La historia es la de aquel Cómic de la Francia consternada por las nuevas ideas políticas del mundo (que de nuevas siempre tuvieron poco). Me burlo. Nuevas de nuevo, en el 2000 al 2003, y en fin.
Sigo acá agarrado de la cama. Tengo que hacerme el café. Parece mentira la cantidad de veces que recordé --de nuevo-- el viernes pasado. Durante la película, no pude evitarlo; aunque más que recordar fue establecer una relación permanente entre mi viernes, vos y la historia de Persépolis (de Marjane). Te sentí una y otra vez, sentí tu presencia como a mí más me gusta: no como invento mío, sino tan real como pueden ser los recuerdos atesoramos. Digo que te encontré repetidamente, en la complejidad del pensamiento de aquella niña, y cuando veía la madre relacionarse con la hija, y ni que hablar de la abuela con aquella mujer a la que le decía que no se olvidara de quién era, que tuviera cuidado de los cretinos, que mantuviera la esencia. Ahí quise que todos pudiéramos tener un abuelo a quien llevarle vainillas para que unte con los té. Pero vos no, porque el abuelo tuyo, al que hacías sonreír con las vainillas (vos solías contarme que al Tata se le iluminaban los ojos y le quedaban con estrellas salpicadas de rocío cuando aparecías con tus historias y las galletitas que le gustaban; ahora que lo pienso, a aquella le pusiste Rocío no sin motivos suficientes). ¡Y aquella! El parecido absoluto cuando habla del guerrillero cubano, el Che Guevara. (¡Cómo me estoy riendo!).
Es un arma Persépolis. Fijate: te dibujé miles y millones de veces, en los viernes, en los desayunos, en la cama calentita. Fijate: me acordé que eras docente y que para nada hubiera resultado útil la película con los chicos; vos tenés mejores ideas. Fijate: el Tata paseó una y otra vez por mi memoria. Fijate: llorar no siempre es cuestión difícil, ves.
Pensé en las tres golosinas que más me gustaría comer con vos: las pastillitas, la bananita Dolca y el paragüitas.
Voy a tomar el café de una vez por todas, así de feliz como me siento ahora, así de incompleto, así de tanto que me falta para estar completo y así de feliz que se siente uno en este estado. Los recuerdos del viernes continuarían hasta la victoria.
jueves, 2 de junio de 2011
Accesorios
Son así de verdes para que hagas fuego con la remera blanca y flores.
Disfrutalos y hacelos disfrutar.
Tuyo,
Disfrutalos y hacelos disfrutar.
Tuyo,
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