(Una pierna se cruza arriba de otra. El pie apenas alcanza a moverse. La mirada acompaña el lunar del talón izquierdo.)
Ya pasamos por acá. Sufrimos, por acá. Me dije.
Pienso: cuando uno se vuelve preso, de la Ley, de un cuerpo, de un lunar, de lo que sea, la desolación suele jugar despacito, como con un ovillo, al lado de los dedos que crujen e intentan recuperar pizcas de libertad. Cuando uno se vuelve preso de un pie que se mueve, despacio, con un lunar, un izquierdo, tiene que saber que las libertades son compartidas.
Cuando pasé la mano y la espalda me gritó con durezas extrañas, como pequeñas montañitas a las que se las suele llamar lunares, o pecas, y sentía que cada pliego de esa piel se erizaba, y que ese temblequeo desembocaba en la entrepierna, y mis pulsos sanguíneos sobrevolaban la oscuridad de lo desconocido, sentí que mis peligros, hasta ahí aquietados en los bolsillos del calzoncillo, se acrecentaban de repente. Imaginé tus ojos, ahí cuando se erizaban los lunares, y pude pintarlos del color que yo quise, y pude mirarlos sin temblar, y pude retarlos y pedirles que se callen y no me griten más, y pude sentir sus olores, y esos ojos me volvieron más vulnerable que nunca, y, y, y...
Y de repente me denunciaste con otra caricia, y otra, y otra. ¿Cómo hago -pensé- para dejar de temblar a tu lado y parecer más íntegro que de costumbre? Pero no encontré manera.
Ahí tus ojos... Desembocaron todas mis memorias, mis fuerzas, mis durezas, mis pasiones; en un lunar, en un pie, en una pierna, en la entrepierna.
Y luego me corriste. Y nos corrimos.
Así estamos, como los esqueletos de los mosquitos que se entrampan en las telas de arañas. Esperando. Delatados. Mordiendo lo único que nos queda: la esperanza de devorarnos del todo.
Y las libertades, definitivamente, son compartidas.
miércoles, 4 de febrero de 2009
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