lunes, 10 de noviembre de 2008

V.

Anaclara se detuvo inflexible y me gritó. Quizás exigía ganar un centímetro en una discusión que no era apropiada para ser perdida. Tal vez sólo era otra muestra de su temperamento.

Anaclara hermosa, sensual, devoradora, teñida, salvaje, explosiva, orgásmica, ahora se volvía una fiera. Gritaba y no cedía. Ni un centímetro.

No importa demasiado si yo estaba en lo cierto. La miraba y sentía una mentira. Anaclara, ¿A dónde te estás yendo? No vamos a ningún lado. Va a ser mejor que tú para allá y yo por acá.

Anaclara llora. Anaclara ha caido en la cuenta, después que mí, del amor suntuoso. Anaclara no abre las piernas. ¡Ay! ¡Anaclara! ¡Tus piernas! (Anaclara las cierra). Anaclara, tus ojos son tan hermosos cuando se sinceran; tus cuerpos son tan amigables cuando no van de guerra; tus apellidos y nombres vuelven a recordar hermosos momentos -Ana, Clara- cuando no me gritas sin cesar.

Y justo en ese momento pensé: si pudiera nuevamente agarrár el celular, en horario inapropiado para el desvelo y decirle: levantá tu cuerpo, caminá al baño, mirate... ¿Viste qué sos hermosa? Si pudiera nuevamente, sería justo.

Vuelvo a pedirle perdón, que la amo en el oído y Anaclara abre su mundo nuevamente. Ya no grita.

Me pregunto: ¿Siempre va a ser tan hermosa?

Vuelve a abrir las piernas y yo me pierdo.

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