viernes, 23 de mayo de 2008

IV.

Me había muerto antes de Anaclara. No resucité ni nada. Sigo muerto, supongo. Pero aún así, suponiendo que siga muerto de miedos y astucias, me siento vivo más que nunca.

Hubo una tarde muy larga, que Anaclara vio caer mientras escuchaba mis relatos, tal vez soñando (pero siempre callada); quizás larga por demás, que puso a prueba mi felicidad. Seguramente que no era la primera vez, ni la última, en que la felicidad mía sería puesta a prueba. Pero particularmente en esa larga tarde, me sentí feliz. Tampoco ni la primera ni la última vez, pero sí una de las más recordadas.

Anaclara descansó, durante el transcurrir de mis historias, en una roca. Y puso sus ojos en el río. Y el río, y yo, estábamos contentos. Definitivamente yo, estaba feliz. Hablamos del pasado, porque siempre es necesario hablar sobre el tema cuando se piensa, aunque sin decirlo, aunque no sea la cuestión ponderante, en un futuro.

Ella estaba vestida y yo otro tanto, mientras no se nos ocurría desvestir al otro. Y, en esa tarde que fui feliz, ninguno de los dos quedamos desvestidos. Sólo desnudé, por así decirlo, lo que me animé a mostrar, a la orilla de un río San Antonio, sobre aquella roca tiesa y en medio de una tarde que codiciaba con la noche. Le conté que no era feliz.

Aquella vez no me habló de su pasado, pero sus ojos terminaban por sentenciar su presente.

Luego de esa tarde en que fui feliz, Anaclara nunca volvió a tener los mismos ojos. Ahora brillan. Ahora hablan elocuazmente. Ahora construyen maravillas. Ahora me miran con cuidado y me conocen. Ahora, de noche, los lunes, los miércoles, bailan lejos mío y vuelven a bailar. Esta vez sobre mí.

Ahora: Anaclara dibuja un dibujo. Un nene; una nena. La nena se le parece. Anaclara me vuelve loco; Anaclara se llama mi felicidad.

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